Escrito Por Comentarista 5 El 24 Junio, 2016.
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a Las Lecturas
La tradición en la iglesia es celebrar el “dies natalis”
(día en que los santos nacieron para el cielo), es decir, el día de su marcha
al cielo, el día de su muerte. Sin embargo, celebra con la mayor solemnidad el
nacimiento de San Juan Bautista, el precursor de Jesús. “Es el único de los
santos cuyo nacimiento se festeja; celebramos el nacimiento de Juan y el de
Cristo. Ello no deja de tener su significado” (San Agustín, Sermón 293).
La concepción de San Juan Bautista se da con una especial
intervención de la Providencia: sus padres ya no podían concebir. Ante el
anuncio del ángel: “tu oración ha sido escuchada, así que tu mujer Isabel te
dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Juan” (Lc 1, 13), Zacarías
responde: “¿cómo podré estar yo cierto de esto? Pues yo soy viejo y mi mujer de
edad avanzada?”. Queda, así bien patente que Dios primero piensa en Juan
Bautista, primero le ama, y sólo después es llamado a la existencia. Dios en la
eternidad quiere y elige al Bautista en Cristo y para Cristo, “para convertir
los corazones de los padres hacia los hijos, y a los desobedientes a la
prudencia de los justos, a fin de preparar al Señor un pueblo bien dispuesto”
(Lc 1, 17). Es decir, la elección de Dios precede a la existencia de Juan el
Bautista y la realización de esta elección es el sentido de su vida, aquello
para lo que le han dado todos los dones y cualidades que posee, por ello sólo
si los emplea para realizar su misión encontrarán sentido (cf. Beato Álvaro del Portillo, Carta 1992). Esto podría decirse de cada uno. Hemos sido elegidos por
Dios “antes de la constitución del mundo, para que seamos santos e inmaculados
ante Él por el amor; y nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por Jesucristo”
(Ef 1,4-5) “Podemos decir que Dios ‘primero’ elige al hombre, en el Hijo eterno
y consubstancial, a participar de la filiación divina, y sólo ‘después’ quiere
la creación, quiere el mundo” (San Juan Pablo II, Discurso, 28-V-1986).
Todo el sentido de nuestra libertad está en ponernos por
entero al servicio de esa elección de Dios por amor, porque queremos. La
vocación es el modo en que Dios me llama. Me ama llamándome. Es una luz que me
permite ver el sentido de mi existencia, de todo lo que hago. No se trata de un
acto puntual. Es Palabra eterna que nos invita a responder eternamente. Es
invitación eternamente renovada y a la que debo responder hoy y mañana, hasta
la plenitud de mi libertad en el cielo. Ninguno somos fruto de la casualidad o
de un ciego destino. Vivir con esa clara consciencia nos ayudará afrontar todo
con sentido sobrenatural, llenos de esperanza. Podemos realizar la elección de
Dios sobre cada uno porque nos pensó, nos quiso y nos creó con los dones y
cualidades necesarios y sólo después nos trajo a la existencia. Confiar porque
“los dones y la llama de Dios son irrevocables” (Rm 11,29).
“Después de recibir el anuncio del Ángel, la Santísima
Virgen pregunta ‘¿De qué modo se hará esto, pues no conozco varón?’ – Lc 1,34
-. No duda de que se cumplirá la Voluntad de Dios, no pide ninguna prueba, y
tampoco pone condiciones para responder afirmativamente. Su entrega es absoluta
desde el primer momento. Y, sin embargo, pregunta, porque desea conocer los
planes de Dios para identificarse plenamente con ellos. (…) Si alguna vez se
presentara en tu vida, una situación que parezca incompatible con las
exigencias de la ‘vocación’ e interrogaras al Señor: ¿cómo cumpliré tu
Voluntad?, ¿cómo haré para vivir la ‘vocación’ si hay esta dificultad?;
considera que debes dirigirle esas palabras como la Santísima Virgen, sin dudar
un momento de tu llamada, y con la disposición absoluta de entregarte al querer
de Dios. Entonces desaparecerán los impedimentos, obtendrás una respuesta como
nuestra Madre – ‘el Espíritu Santo vendrá sobre ti …’ (Lc 1,35) – que te
confirmará en la certeza de la vocación y te hará descubrir, en esas mismas
circunstancias aparentemente adversas, los designios de Dios.” (Beato Álvaro del Portillo, Carta 1992).
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