Mons. Reinaldo Nann

domingo, 8 de septiembre de 2019

XXIII Domingo del Tiempo Ordinario 08-09-2019 Ciclo C


Lectura del santo Evangelio según San Lucas 14, 25-33
En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo:
–Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío.
Quien no lleve su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío.
Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para
terminarla?
No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo:
«Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar.»
¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil?
Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz.
Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío.

Pautas para la homilía
“El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”
El seguimiento de Jesús es claro y radical, por tanto, no se puede tomar a la ligera ni menos pretender acoplarlo a los gustos o caprichos personales por muy atractivos que puedan ser. El seguimiento de Jesús tal como el Evangelio lo señala, se debe vivir con coherencia. Por eso, el cristiano ha de escuchar la llamada de Jesús a tomar la cruz que consiste en una entrega generosa por la humanidad entera. No pretendamos rechazar la cruz con algún método, pensando que el cristianismo o la vida misma será más fácil. Un cristianismo sin cruz no existe.
Por otro lado, el cristiano ha de tener claro en qué consiste la cruz para un creyente, porque  puede suceder que, a veces, la ponga donde Cristo no la ha puesto. Más todavía, puede darse que un cristiano, tratando de asumir la cruz de Cristo, viva mortificándose en diversos aspectos de su vida y, así paradójicamente, todo se convierta en tranquilizante que, de hecho, le impide seguir el camino trazado por el Crucificado.
Por eso,  es importante recordar que la cruz cristiana sólo se entiende en su contenido más genuino a partir del seguimiento fiel a Jesucristo y del servicio a la causa del Reino. Jesús llama a sus discípulos a seguirle poniéndose incondicionalmente al servicio del reino de Dios. La cruz no es sino el sufrimiento que se producirá en la vida del discípulo como consecuencia de ese seguimiento, el destino doloroso que habrá de compartir con Cristo si sigue realmente sus pasos “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”. La cruz brota en la vida del cristiano como consecuencia de ese seguimiento fiel a Cristo  y a su proyecto.
Esta humilde y elemental observación es muy importante ya que en la actualidad, a veces, se llama fácilmente cruz a cualquier cosa que hace sufrir, incluso a sufrimientos que aparecen en nuestra vida generados por nuestro propio pecado o nuestra manera equivocada de vivir. En realidad, no hemos de confundir la cruz con cualquier desgracia, contrariedad o desgracia que encontramos en la vida. La cruz no es el mal o el destino penoso, sino el sufrimiento que resulta para nosotros únicamente del hecho de estar vinculados a Jesús. La cruz es un sufrimiento vinculado no a la existencia natural, sino al hecho de ser y actuar como cristiano; por eso no   podemos  confundir  con las contrariedades y los sufrimientos normales de la vida.
“Negarse a sí mismo”
El seguimiento de Jesús  es una respuesta a una vocación, que nos llega desde más allá de nosotros mismos. Por otro lado, es un compromiso serio y al mismo tiempo gozoso; requiere esfuerzo para reconocer al Maestro en los más pobres y descartado de la vida y ponerse a su servicio. Sin embargo para responder a esta llamada, el texto evangélico nos invita a renunciar a todo tipo de ataduras e incluso a uno mismo para convertirse en auténticos y verdaderos discípulos.
Negarse a sí mismo es olvidarse de uno mismo y de sus propios intereses para fijar la mirada en Jesús al que se desea seguir. Asimismo, consiste en liberarse de uno mismo para adherirse radicalmente a Él, porque el seguimiento requiere la absoluta libertad del creyente llevando una vida al estilo de Jesús en nuestro tiempo y en nuestro mundo.
En definitiva, la cruz que Jesús aceptó no era cualquier sufrimiento. Si Jesús aceptó la cruz no fue por gusto, sino porque no quiere negarse a sí mismo ni negar al Padre que ama sin fin a la humanidad y busca la felicidad de todos sus hijos. Por tanto, hemos de afirmar que el evangelio de Cristo y su anuncio de felicidad pasa por la cruz. Por eso, ignorar la cruz de Cristo para orientarlo todo a una búsqueda hábil de felicidad, utilizando incluso la religión como un medio más para el disfrute o la satisfacción de los deseos inmediatos, es desvirtuar la cruz y falsear el cristianismo.
Pero poner la cruz de Cristo en el centro de la vida cristiana no significa centrar el cristianismo en el sufrimiento, renunciando a toda búsqueda de felicidad. La cruz, como no es negación de la aspiración del hombre a la felicidad, ni tampoco resignación o aceptación masoquista del dolor como único camino para merecer una felicidad que se situaría exclusivamente en la otra vida.
El mensaje “cruz aquí y felicidad en el más allá” falsea el núcleo de la buena noticia de Jesucristo. Porque el anuncio cristiano no se reduce a ofrecer una salvación para la otra vida, y a exigir aquí, para merecerla, el sacrificio y la represión de las tendencias a la felicidad inmediata. Es en esta vida donde el ser humano anhela ya la felicidad y la echa de menos, y es en esta vida donde Jesucristo «convoca a la bienaventuranza» (Mt 5,3-12) por el camino acertado, e invita ya a acoger el reino de Dios, que es reino de verdad, de justicia, de amor fraterno y de paz dentro de las limitaciones y fragilidad de este mundo.

Fray Felipe Santiago Lugen Olmedo
Real Convento de Atocha – Madrid

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