13-01-2013 Radio Vaticana
(RV).- También este año la alegre ternura de algunos niños
recién nacidos, bautizados por Benedicto XVI -en un abrazo ideal a todos los
niños del mundo– iluminó la solemnidad de la Capilla Sixtina, en la Fiesta del
Bautismo del Señor. Veinte bebés de pocos meses, hijos de empleados vaticanos,
como Agnese y María Teresa, cuyos padres trabajan en nuestra emisora, siendo
respectivamente, la primera hija de una compañera del programa escandinavo y la
segunda de un compañero del programa italiano. Como es tradicional, al
comienzo, el Papa dialogó con los padres, que fueron respondiendo y dando a
conocer el nombre elegido para estas 9 niñas y 11 niños, momentos de gran
emoción.
Jesús ejerce sobre nosotros la acción liberadora del amor
de Dios, destacó el Papa en su homilía, que empezó poniendo de relieve la
alegría de esta celebración y la belleza y significado del Bautismo. Benedicto
XVI hizo hincapié en «la obra de Dios que Jesús quiere cumplir: la misión
divina de curar a quien está herido y medicar a quien está enfermo, de tomar
sobre sí el pecado del mundo».
Benedicto XVI recordó asimismo que al recibir el Bautismo
estos niños renacen como hijos de Dios, partícipes de la relación filial que
Jesús tiene con el Padre, capaces de dirigirse a Dios llamándolo con plena
confidencia y confianza: “Abbá, Padre”. Insertados en esta relación y liberados
del pecado original, ellos se convierten en miembros vivos del único cuerpo que
es la Iglesia y capaces de vivir en plenitud su vocación a la santidad, de modo
que puedan heredar la vida eterna, obtenida gracias a la resurrección de Jesús.
A los queridos padres, el Papa les señaló que al pedir el
Bautismo para sus niños, manifiestan y testimonian su fe, la alegría de ser
cristianos y de pertenecer a la Iglesia. Y dirigiéndose a los padrinos y
madrinas les recordó el importante deber de sostener y ayudar a los padres en
la obra educativa.
(CdM - RV)
Texto completo de la homilía del Santo Padre
Benedicto XVI de la Santa Misa en le Fiesta del Bautismo del Señor
Queridos hermanos y hermanas
La alegría que brota de la celebración de la Santa Navidad
encuentra hoy cumplimiento en la fiesta del Bautismo del Señor. A esta alegría
se añade un ulterior motivo para nosotros, que estamos reunidos aquí: en el
sacramento del Bautismo que dentro de poco administraré a estos recién nacidos
se manifiesta, en efecto, la presencia viva y operante del Espíritu Santo que,
enriqueciendo a la Iglesia con nuevos hijos, la vivifica y la hace crecer, y
por esto no podemos dejar de alegrarnos. Deseo dirigirles un saludo especial a
ustedes, queridos padres, padrinos y madrinas, que hoy testimonian su fe
pidiendo el Bautismo para estos niños, para que sean generados a la vida nueva
en Cristo y entren a formar parte de la comunidad de los creyentes.
El relato evangélico del bautismo de Jesús, que hoy hemos
escuchado según la redacción de san Lucas, muestra la vía de abajamiento y de
humildad, que el Hijo de Dios ha elegido libremente para adherir al designio
del Padre, para ser obediente a su voluntad de amor hacia el hombre en todo,
hasta el sacrificio en la cruz. Una vez adulto, Jesús da inicio a su ministerio
público yendo al río Jordán para recibir de Juan un bautismo de penitencia y de
conversión. Sucede lo que a nuestros ojos podría parecer paradójico. ¿Jesús
tiene necesidad de penitencia y conversión? Ciertamente no. Y sin embargo,
precisamente Aquel que carece de pecado, se pone entre los pecadores para
hacerse bautizar, para cumplir este gesto de penitencia; el Santo de Dios se
une a cuantos se reconocen necesitados de perdón y piden a Dios el don de la
conversión, es decir la gracia de volver a Él con todo el corazón, para ser
totalmente suyo. Jesús quiere ponerse de la parte de los pecadores, haciéndose
solidario con ellos, expresando la cercanía de Dios. Jesús se muestra solidario
con nosotros, con nuestra fatiga de convertirnos, de dejar nuestros egoísmos,
de separarnos de nuestros pecados, para decirnos que si lo aceptamos en nuestra
vida Él es capaz de volver a levantarnos y conducirnos a la altura de Dios
Padre. Y esta solidaridad de Jesús no es, por decirlo de alguna manera, un
sencillo ejercicio de la mente y de la voluntad. Jesús se ha inmerso realmente
en nuestra condición humana, la ha vivido totalmente, menos que en el pecado, y
es capaz de comprender su debilidad y fragilidad. Por esta razón Él siente
compasión, elige “partir con” los hombres, hacerse penitente junto a ellos.
Ésta es la obra de Dios que Jesús quiere cumplir: la misión divina de curar a
quien está herido y medicar a quien está enfermo, de tomar sobre sí el pecado
del mundo.
¿Qué sucede en el momento en que Jesús se hace bautizar
por Juan? Frente a este acto de amor humilde por parte del Hijo de Dios, se
abren los cielos y se manifiesta visiblemente el Espíritu Santo bajo forma de
paloma, mientras una voz desde lo alto expresa la complacencia del Padre, que
reconoce al Hijo Unigénito, al Amado. Se trata de una verdadera manifestación
de la Santísima Trinidad, que da testimonio de la divinidad de Jesús, de su ser
el Mesías prometido, Aquel a quien Dios ha enviado a liberar a su pueblo, para
que sea salvado (Cfr, Is 40,2). Se realiza así la profecía de Isaías que hemos
escuchado en la primera Lectura: el Señor Dios viene con poder para destruir
las obras del pecado y su brazo ejerce el dominio para desarmar al Maligno;
verdaderamente Jesús actúa como el Pastor bueno que apacienta el rebaño y lo
reúne, para que no sea dispersado (Cfr. Is 40,10-11), y ofrece su misma vida
para que tenga vida. Por su muerte redentora el hombre es liberado del dominio
del pecado y es reconciliado con el Padre; por su resurrección el hombre es
salvado de la muerte eterna y es hecho victorioso sobre el Maligno.
Queridos hermanos y hermanas, ¿Qué se produce en el
Bautismo que dentro de poco administraré a sus niños? Sucede precisamente esto:
serán unidos de modo profundo y para siempre con Jesús, inmersos en el misterio
de su muerte, que es fuente de vida, para participar en su resurrección, para
renacer a una vida nueva. He aquí el prodigio que hoy se repite también para
sus niños: al recibir el Bautismo ellos renacen como hijos de Dios, partícipes
de la relación filial que Jesús tiene con el Padre, capaces de dirigirse a Dios
llamándolo con plena confidencia y confianza: “Abbá, Padre”. Insertados en esta
relación y liberados del pecado original, ellos se convierten en miembros vivos
del único cuerpo que es la Iglesia y capaces de vivir en plenitud su vocación a
la santidad, de modo que puedan heredar la vida eterna, obtenida gracias a la
resurrección de Jesús.
Queridos padres, al pedir el Bautismo para sus niños,
ustedes manifiestan y testimonian su fe, la alegría de ser cristianos y de
pertenecer a la Iglesia. Es la alegría que brota de la conciencia de haber
recibido un gran don de Dios, precisamente la fe, un don que ninguno de
nosotros ha podido merecer, pero que nos ha sido dado gratuitamente y al cual
hemos respondido con nuestro “sí”. Es la alegría de reconocernos hijos de Dios,
de descubrir que nos encomendamos a sus manos, de sentirnos acogidos en un
abrazo de amor, del mismo modo que una mamá sostiene y abraza a su niño. Esta
alegría, que orienta el camino de cada cristiano, se funda en una relación
personal con Jesús, una relación que orienta la entera existencia humana. En
efecto, Él es el sentido de nuestra vida, Aquel sobre el cual vale la pena
tener fija la mirada, para ser iluminados por su Verdad y poder vivir en
plenitud. Por esto el camino de la fe que hoy comienza para estos niños se
funda en una certeza, en la experiencia de que no hay nada más grande que
conocer a Cristo y comunicar a los demás la amistad con Él; sólo en esta
amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana y
podemos experimentar lo que es bello y lo que libera (Cfr. Homilía de la Santa Misa
por el inicio del Pontificado, 24 de abril de 2005). Quien ha experimentado
esto no está dispuesto a renunciar a su propia fe por ninguna otra cosa en el
mundo.
A ustedes, queridos padrinos y madrinas, les corresponde
el importante deber de sostener y ayudar en la obra educativa de los padres,
flanqueándolos en la transmisión de las verdades de la fe y en el testimonio de
los valores del Evangelio, en hacer crecer a estos niños en una amistad cada
vez más profunda con el Señor. Sepan ofrecerles siempre su buen ejemplo,
mediante el ejercicio de las virtudes cristianas. No es fácil manifestar
abiertamente y sin compromisos aquello en lo que se cree, especialmente en el
contexto en el que vivimos, frente a una sociedad que considera con frecuencia
fuera de moda y fuera del tiempo a quienes viven de la fe en Jesús. Siguiendo
la ola de esta mentalidad, también puede existir entre los cristianos el riesgo
de entender la relación con Jesús como limitante, como algo que mortifica la
propia realización personal; “Dios es visto como el límite de nuestra libertad,
un límite que hay que eliminar a fin de que el hombre pueda ser totalmente sí
mismo” (La infancia de Jesús, 101). ¡Pero no es así! Esta visión muestra que no
ha entendido nada de la relación con Dios, porque precisamente en la medida en
que se procede en el camino de la fe, se comprende que Jesús ejerce sobre
nosotros la acción liberadora del amor de Dios, que nos hace salir de nuestro
egoísmo, de estar replegados sobre nosotros mismos, para conducirnos a una vida
plena, en comunión con Dios y abierta a los demás. “Dios es amor, y el que
permanece en el amor permanece en Dios” (1 Jn 4, 16). Estas palabras de la
Primera Carta de Juan expresan con singular claridad el centro de la fe
cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del
hombre y de su camino» (Encíclica Deus caritas est, 1).
El agua con la cual estos niños serán marcados en el
nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, los inmergirá en esa “fuente”
de vida que es Dios mismo y que los hará sus hijos verdaderos. Y la semilla de
las virtudes teologales, infundidas por Dios, la fe, la esperanza y la caridad,
semilla que hoy es puesta en sus corazones por el poder del Espíritu Santo,
deberá ser alimentada siempre por la Palabra de Dios y por los Sacramentos, de
modo que estas virtudes del cristiano puedan crecer y llegar a su plena
maduración, hasta hacer de cada uno de ellos un verdadero testigo del Señor.
Mientras invocamos sobre estos pequeños la efusión del Espíritu Santo, los
encomendamos a la protección de la Santísima Virgen; que Ella los custodie
siempre con su materna presencia y los acompañe en todo momento de su vida.
Amén.
(Traducción de María Fernanda Bernasconi – RV).
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