Mons. Reinaldo Nann

jueves, 22 de diciembre de 2011

Digamos que hablo de Navidad


El día 25 es domingo, pero no es un domingo cualquiera. La Navidad no es cualquier fiesta. Es la única celebración del año que a nadie deja indiferente. La única.

No es que a todo el mundo le guste. Sí que es una fiesta que todos celebramos, pero es la única con sentimientos opuestos, y no sabría decir cuál es el predominante. El sentimiento no es como el de un Santo[s] Barça 04, sino que está empatado.

La Navidad es esa fiesta que unos querrían olvidar, pero no pueden, les es imposible, porque les trae recuerdos de pérdida: la de los seres queridos que ya no están. El encuentro familiar imposible. La nostalgia de la infancia feliz, porque lo bueno que tiene el recuerdo es que elimina lo que vale más olvidar. Para esta mitad de mundo, la Navidad es una celebración triste, que ni toda la luz y los adornos, los canelones y los langostinos, el brindis ’chin-chín’ y los regalos a duras penas consiguen velar.

El 25 de diciembre, fum fum fum, para la otra mitad, es un día hermoso. Son fiestas de alegría, de adaptarse a las circunstancias siempre cambiantes de la vida, y hacerlo juntos, en familia, repitiendo una tradición heredada y que repetiremos hasta que llegue el último día, que siempre llega.

La realidad es que quienes creen en la Navidad con la fe del mensaje eterno de paz en la tierra a los hombres de buena voluntad, están en ambos mundos: el de la nostalgia y el de la ilusión, pero no tendría que ser así, porque creer que Dios se hizo hombre y nació del vientre de María, tendría que producir la tremenda alegría, nacida de la fe en que volveremos un día a estar con quienes añoramos. Que es un sinsentido la tristeza o la nostalgia. Que la Navidad es puro sentimiento de amor, porque nos trae algo más que una rama de olivo, nos trae una esperanza infinita…

Roberto Giménez.

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