Lectura del santo evangelio según san Lucas 1, 26-38
En aquel tiempo, el
ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a
una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre
de la virgen era María.
El ángel, entrando en su presencia, dijo:
«Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo».
Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era
aquel.
El ángel le dijo:
«No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu
vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se
llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre;
reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin».
Y María dijo al ángel:
«¿Cómo será eso, pues no conozco varón?».
El ángel le contestó:
«El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios. También tu pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, “porque para Dios nada hay imposible”».
María contestó:
«He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra».
Y el ángel se retiró.
Dogma de fe
En la
liturgia del día de hoy recordamos la enseñanza dogmática que postula que María
fue concebida sin mancha de pecado original. Aunque el dogma de la Inmaculada
Concepción lo proclama el Papa Pio IX, en 1854, esta es una realidad de fe,
sostenida por la tradición de la Iglesia, desde siglos anteriores. Así, desde
el inicio de la Iglesia, se ha llamado a María “toda santa” (“panagía”),
“inmaculada”, en el sentido de no haber contraído o cometido ningún pecado. Y,
también, por haber vivido siempre con «perfecta disponibilidad respecto a la
acción del Espíritu Santo» (RM 13).
Estas
alusiones se evidencian en el Nuevo Testamento, en el saludo del ángel Gabriel
a María, y resuenan en el evangelio que se proclama en este día. Aún más,
recitamos las traducciones más antiguas de este fragmento del Evangelio en el
rezo del Avemaría al orar: “salve, llena de gracia”. Esta expresión significa
la abundancia de la gracia santificante en María. El ángel Gabriel no se dirige
a ella sólo por su nombre, sino que lo complementa por su condición de plenitud
en la gracia.
Por
consiguiente, el Concilio Vaticano II resalta que María posee un «resplandor de
una santidad enteramente singular» (LG 56), alguien que se ha abandonado en
Dios completamente (Cf. RM 13), capaz de entregarse en totalidad a la voluntad
de Dios y cooperar así con su plan salvífico. Celebramos un misterioso y
milagroso evento, para nuestra salvación en Cristo, que pasa de forma
desapercibida: la actuación extraordinaria de Dios desde el primer momento de
la vida de María. Así lo recordaremos en el prefacio de la eucaristía al
expresar:
«Porque preservaste
a la Virgen María
de todo pecado original
para que, enriquecida con la plenitud de tu gracia,
fuese digna Madre de tu Hijo,
imagen y comienzo de la Iglesia,
que es la esposa de Cristo,
llena de juventud y de limpia hermosura».
¿Dónde estás?
El
pecado original lleva a evadir la implicación en nuestras decisiones. Este es
un hecho de nuestra existencia, un triste hecho, que caracteriza la condición
humana, que afecta todas nuestras relaciones: con Dios, con los demás, con la
creación. El pecado se convierte en nuestro rechazo a Dios, en darle la
espalda, y al manifestar la facilidad con que se demuestra no estar dispuestos
a amar. Es esta negativa el gran indicador del pecado original como una
condición opresiva y terrible. El mismo induce a establecer distancias,
escondernos de Dios, como Adán cuando reconoce su voz después de comer el fruto
del conocimiento del bien y del mal (Cf. Gn 3,10).
…se acordó de su misericordia y su
fidelidad.
Y,
sin embargo, aun frente a este rechazo, tal como reza el Salmo:
«El Señor da a
conocer su victoria,
revela a las naciones su justicia» (Sal 97,2).
A
pesar de la caída, Dios anuncia un edicto sobre la serpiente, advirtiéndole que
será la estirpe de la mujer la que le herirá en la cabeza (Cf. Gn 3,15). La
Tradición de la Iglesia ha contemplado en estas palabras una apertura a la
esperanza mesiánica. Dios siempre busca caminos de comunión para establecer su
morada entre nosotros.
Santos e irreprochables ante él
por el amor
El
misterio de la Inmaculada Concepción es un extraordinario regalo a través del
cual Dios en Cristo actuó para salvar a su Madre y, a su vez, a nosotros, al
limpiarnos de nuestros pecados. De tal forma que María es la nueva Eva, la
«madre de todos los que viven» (Cf. Gn 3,15). Y, a su vez, el hombre es llamado
a ser hijo en el Hijo, por medio de la filiación divina, por pura iniciativa
suya (Cf. Ef 1,5).
Así
es que María nos recuerda que estamos llamados a ser santos e irreprochables
ante Él por el amor (Cf. Ef 1,4). Y ella refleja el modelo que Dios quiere
hacer de todos nosotros, si aceptamos su propuesta. Como hijos de Dios, debemos
poner los dones que recibimos al servicio de los demás, a ser partícipes de la
relación restaurada por Cristo Jesús.
Por
eso, bien se recoge en el prefacio de este día, con elocuente belleza y
simplicidad, la pureza de María y su ejemplo de santidad al proclamarse:
«Purísima tenía que
ser, Señor,
la Virgen que nos diera
al Cordero inocente que quita el pecado del mundo.
Purísima la que, entre todos los hombres,
es abogada de gracia y ejemplo de santidad».
...porque para Dios nada hay
imposible
La
Inmaculada Concepción es el regalo de Dios a la mujer que libremente escogería
acogerle como madre. Este misterio pone de relieve la extraordinaria misión que
esta mujer acepta con su sí. No existe nadie en el mundo que posea la relación
que Dios en Cristo mantiene con María. Cooperando así en la salvación de los
hombres, con fe y obediencia libres, María, acepta el mensaje divino. Con este
gesto abraza de todo corazón, y sin entorpecimiento de pecado alguno, la
voluntad salvífica de Dios y sirve al misterio redentor de su Hijo, con la
gracia de Dios (Cf. LG 56). María es partícipe del plan salvífico de Dios para
la restauración del hombre, en quien Dios, al engendrarse, como diría San
Anselmo, «se hizo a sí mismo, y de este modo volvió a hacer todo lo que había
hecho».
Incluso,
la celebración de la Inmaculada deja entrever, en nuestra vida como cristianos,
el llamado a la vocación de toda la humanidad de volver al primer rostro del
ser humano. En el pasaje de la Anunciación que se proclama, Dios solicita la
colaboración de María siempre desde su total y plena libertad. La invitación es
excepcional, concebirá en su vientre a Dios mismo. Más, esta vocación va más
allá, es una implicación total y requiere de una entrega consciente de toda su
persona. Cada vocación, cada llamado que Dios invita al hombre, es un don para
el bien de los demás y María es un digno ejemplo de esta disponibilidad.
Por
eso, bien se resalta en su fíatla confianza absoluta de que el Señor está
con ella (Cf. Lc 1,28) y con su elección, la determinación de que: «Aquí está
la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Con la
respuesta fiel de María en su camino de fe, de esperanza en un mejor porvenir
de la mano de Dios, la humanidad entera comienza el sendero de retorno al
Señor. Con ella, descubrimos la importancia de acoger y engendrar a Jesús en
nuestros corazones, con ella somos llamados a colaborar en la renovación y
misión salvífica de Dios. Así se revela para la humanidad entera, en la “Toda
hermosa” la meta de su propio camino. (Marialis Cultus, 28). Entonces,
confiemos siempre en Dios porque para Él, no hay nada imposible.
Fr. Raisel Matanzas
Pomares
Convento de San Juan de Letrán (La Habana - Cuba)
https://www.dominicos.org/predicacion/evangelio-del-dia/hoy/pautas/
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