Lectura
del santo Evangelio según san Lucas 7,11-17
En aquel tiempo, se dirigía Jesús
a una población llamada Naín, acompañado de sus discípulos y de mucha gente. Al
llegar a la entrada de la población, se encontró con que sacaban a enterrar a
un muerto, hijo único de una viuda, a la que acompañaba una gran muchedumbre.
Cuando el Señor la vio, se compadeció de ella y le dijo: «No llores.»
Acercándose al ataúd, lo tocó y los que lo llevaban se
detuvieron. Entonces
dijo Jesús: «Joven, yo te lo mando: levántate.»Cuando el Señor la vio, se compadeció de ella y le dijo: «No llores.»
Acercándose al ataúd, lo tocó y los que lo llevaban se
Inmediatamente el que había muerto se levantó y comenzó a hablar. Jesús se lo entregó a su madre.
Al ver esto, todos se llenaron de temor y comenzaron a glorificar a Dios, diciendo: «Un gran profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo.»
La noticia de este hecho se divulgó por toda Judea y por las regiones circunvecinas.
Reflexión
del Evangelio de hoy
Al verla,
el Señor tuvo compasión
Las
lecturas de hoy, aparentemente inconexas entre sí, coinciden, a su modo, en
resaltar la fuerza de la vida que grita muchas veces sin necesidad de palabras.
En el
fragmento de la primera carta a Timoteo, san Pablo exhorta a los responsables
de la comunidad a un estilo de vida que se corresponda con la dignidad del
servicio que ejercen para el bien de la Iglesia, de modo que su obrar no
desdiga sus palabras. Se trata de una llamada a la coherencia que viene exigida
por el más básico sentido común y olfato de la comunidad de fieles (“si
alguno no es capaz de gobernar su propia casa, ¿cómo podrá cuidar de la Iglesia
de Dios?”) y el testimonio de la recta conciencia (“que guarden el misterio de
la fe con una conciencia pura”).
En el
Evangelio, por su parte, nos encontramos con una de las tres resurrecciones que
hace Jesús. En concreto al hijo de la viuda de Naín. Llama la atención el
silencio de la escena previa a que se dé el milagro. Acostumbrados a encontrar
a un Jesús reclamado por los pobres, lisiados, enfermos y pecadores; solicitado
por los necesitados de todo tipo; importunado continuamente por toda clase de
peticiones, le vemos esta vez con sus discípulos, caminando hacia la ciudad.
En la
puerta se da este encuentro “casual” con otra muchedumbre en sentido contrario
y que, con toda probabilidad, llevaría un tono mucho más sombrío que el de
Jesús y sus discípulos. No hay palabras. Es de suponer que se hace el silencio
y solo se oye el llanto de la tragedia acompañado por las lágrimas impotentes
de una madre desconsolada y abandonada a su suerte.
Si en la
primera lectura se nos presentaba la vida hecha predicación o, al menos,
condición para la predicación, ahora la vida se hace oración. Sin necesidad de
palabras: “Al verla, el Señor tuvo compasión de ella”. La misericordia y la compasión
se adelantan a la confesión de fe que otras veces precede el signo milagroso.
Aquí es el dolor mismo, la impotencia y la muerte la que grita a Jesús:
«Una vez
que hemos tocado el fondo de la propia nada, ya no nos queda nada más que Dios.
La oscuridad puede ser tal que ya no tengamos la fe, aparentemente, pero porque
seamos la fe. Acerca del versículo del salmista que dice: “Y yo todo soy
oración”, comentaba rabí Bounam: “Ocurre exactamente como con un pobre cuyos
vestidos están hechos jirones y que no ha comido hace tres días: cuando se
presenta ante el rey no tiene ninguna necesidad de decir lo que pide. Así se
presenta David ante Dios, él mismo es su oración”. Puede que ni alcance a
confesar su fe, pero él mismo es la fe que espera» (Fabrice Hadjadj).
Así se
aparece esta viuda ante Jesús -diríamos en este caso-: ella misma es su
oración. Ella misma es la fe que espera, sin necesidad de una confesión
explícita.
Mucho más
que un “dar pena”, se trata de un dejarse mirar por Dios en medio del dolor y la
impotencia que reconocemos en toda su crudeza, sin tapar, adornar ni disimular.
Se trata de escuchar y acoger el “no llores” de Jesús, sin encerrarnos en
nuestro victimismo y dejándole que se acerque, incluso, a tocar lo que está
muerto en nuestras vidas.
Y se
trata, también, de contemplar con ojos abiertos el grito silencioso e impotente
del otro que sufre y a lo mejor no puede o no tiene fuerzas para pedir ayuda;
de dejarse interpelar por aquellos que encontramos en nuestros caminos, aunque
vayan en dirección contraria a la nuestra, y pararnos un momento y atrevernos a
tocar su dolor, a compartir su silencio, sus lágrimas, incluso su muerte.
¿Nuestro
testimonio y estilo de vida desdice o refrenda la buena noticia del Evangelio?
En los
momentos de dolor ¿nos dejamos mirar por Dios e, incluso, tocar en aquello que
ha muerto en nuestras vidas o, por el contrario, nos encerramos en nuestra pena
y dolor sin salir del victimismo?
Y en el
sufrimiento de los otros ¿nos escaqueamos mientras podamos –hasta que recurran
a nosotros y “no nos quede más remedio”– o damos cabida en el “sagrario
de nuestra compasión” a todo aquel que sufre sin necesidad de que llegue
reclamar nuestra ayuda formalmente?
Sor Teresa de Jesús Cadarso O.P.
Monasterio Santo Domingo (Caleruega)
Monasterio Santo Domingo (Caleruega)
https://www.dominicos.org/predicacion/evangelio-del-dia/hoy/
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