Día litúrgico: 9 de Enero (Feria del tiempo
de Navidad)
Texto del Evangelio (Mc 6,45-52): Después que se
saciaron los cinco mil hombres, Jesús enseguida dio prisa a sus discípulos para
subir a la barca e ir por delante hacia Betsaida, mientras Él despedía a la
gente. Después de despedirse de ellos, se fue al monte a orar. Al atardecer,
estaba la barca en medio del mar y Él, solo, en tierra.
Viendo que ellos se fatigaban remando, pues el viento les
era contrario, a eso de la cuarta vigilia de la noche viene hacia ellos
caminando sobre el mar y quería pasarles de largo. Pero ellos viéndole caminar
sobre el mar, creyeron que era un fantasma y se pusieron a gritar, pues todos
le habían visto y estaban turbados. Pero Él, al instante, les habló,
diciéndoles: «¡Ánimo!, que soy yo, no temáis!». Subió entonces donde ellos a la
barca, y amainó el viento, y quedaron en su interior completamente estupefactos,
pues no habían entendido lo de los panes, sino que su mente estaba embotada.
Comentario: Rev. D. Melcior QUEROL i Solà (Ribes
de Freser, Girona, España).
«Después de despedirse de ellos, se fue al monte a orar»
Hoy, contemplamos cómo Jesús, después de despedir a los
Apóstoles y a la gente, se retira solo a rezar. Toda su vida es un diálogo
constante con el Padre, y, con todo, se va a la montaña a rezar. ¿Y nosotros?
¿Cómo rezamos? Frecuentemente llevamos un ritmo de vida atareado, que acaba
siendo un obstáculo para el cultivo de la vida espiritual y no nos damos cuenta
de que tan necesario es “alimentar” el alma como alimentar el cuerpo. El
problema es que, con frecuencia, Dios ocupa un lugar poco relevante en nuestro
orden de prioridades. En este caso es muy difícil rezar de verdad. Tampoco se
puede decir que se tenga un espíritu de oración cuando solamente imploramos
ayuda en los momentos difíciles.
Encontrar tiempo y espacio para la oración pide un
requisito previo: el deseo de encuentro con Dios con la conciencia clara de que
nada ni nadie lo puede suplantar. Si no hay sed de comunicación con Dios,
fácilmente convertimos la oración en un monólogo, porque la utilizamos para
intentar solucionar los problemas que nos incomodan. También es fácil que, en
los ratos de oración, nos distraigamos porque nuestro corazón y nuestra mente
están invadidos constantemente por pensamientos y sentimientos de todo tipo. La
oración no es charlatanería, sino una sencilla y sublime cita con el Amor; es
relación con Dios: comunicación silenciosa del “yo necesitado” con el “Tú rico
y trascendente”. El gusto de la oración es saberse criatura amada ante el
Creador.
Oración y vida cristiana van unidas, son inseparables. En
este sentido, Orígenes nos dice que
«reza sin parar aquel que une la oración a las obras y las obras a la oración.
Sólo así podemos considerar realizable el principio de rezar sin parar». Sí, es
necesario rezar sin parar porque las obras que realizamos son fruto de la
contemplación; y hechas para su gloria. Hay que actuar siempre desde el diálogo
continuo que Jesús nos ofrece, en el sosiego del espíritu. Desde esta cierta
pasividad contemplativa veremos que la oración es el respirar del amor. Si no
respiramos morimos, si no rezamos expiramos espiritualmente.
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