Homilía del Papa Francisco durante la Misa del Domingo de
Ramos.
"Jesús entra en Jerusalén. La muchedumbre de los
discípulos lo acompañan festivamente, se extienden los mantos ante él, se habla
de los prodigios que ha hecho, se eleva un grito de alabanza: «¡Bendito el que
viene como rey, en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en lo alto» (Lc
19,38).
Gentío, fiesta, alabanza, bendición, paz. Se respira un
clima de alegría. Jesús ha despertado en el corazón tantas esperanzas, sobre
todo entre la gente humilde, simple, pobre, olvidada, esa que no cuenta a los
ojos del mundo. Él ha sabido comprender las miserias humanas, ha mostrado el
rostro de misericordia de Dios, se ha inclinado para curar el cuerpo y el alma.
Este es Jesús. Este es su corazón que nos mira a todos,
que mira nuestras enfermedades, nuestros pecados. Es grande el amor de Jesús. Y
así entra en Jerusalén con este amor, y nos mira a todos. Es una bella escena,
llena de luz -la luz del amor de Jesús, el de su corazón-, de alegría, de
fiesta.
Al comienzo de la Misa, también nosotros la hemos repetido.
Hemos agitado nuestras palmas. También nosotros hemos acogido al Señor; también
nosotros hemos expresado la alegría de acompañarlo, de saber que nos es
cercano, presente en nosotros y en medio de nosotros como un amigo, como un
hermano, también como rey, es decir, como faro luminoso de nuestra vida. Jesús
es Dios, pero se ha abajado a caminar con nosotros. Es nuestro amigo, nuestro
hermano. Aquí nos ilumina en el camino. Y así hoy lo hemos acogido. Y esta es
la primera palabra que quería deciros: alegría.
No seáis nunca hombres y mujeres tristes: un cristiano
jamás puede serlo. Nunca os dejéis vencer por el desánimo. Nuestra alegría no
es algo que nace de tener tantas cosas, sino que nace de haber encontrado a una
persona, Jesús, que está en medio de nosotros, nace de saber que, con él, nunca
estamos solos, incluso en los momentos difíciles, aun cuando el camino de la
vida tropieza con problemas y obstáculos que parecen insuperables..., y ¡hay
tantos!
Y en este momento viene el enemigo, viene el diablo,
tantas veces disfrazado de ángel, y de modo insidioso nos dice su palabra. ¡No
lo escuchéis! ¡Sigamos a Jesús! Nosotros acompañamos, seguimos a Jesús, pero
sobre todo sabemos que él nos acompaña y nos carga sobre sus hombros: en esto
reside nuestra alegría, la esperanza que hemos de llevar en este mundo nuestro.
Y por favor, ¡no os dejéis robar la esperanza! ¡No dejéis que os roben la esperanza! La que nos da Jesús.
Segunda palabra. ¿Por qué Jesús entra en Jerusalén? O, tal
vez mejor, ¿cómo entra Jesús en Jerusalén? La multitud lo aclama como rey. Y él
no se opone, no la hace callar (cf. Lc 19,39-40). Pero, ¿qué tipo de rey es
Jesús? Mirémoslo: montado en un pollino, no tiene una corte que lo sigue, no
está rodeado por un ejército, símbolo de fuerza. Quien lo acoge es gente
humilde, sencilla, que tiene el buen sentido de ver en Jesús algo más; tiene el
sentido de la fe, que dice: éste es el Salvador. Jesús no entra en la Ciudad
Santa para recibir los honores reservados a los reyes de la tierra, a quien
tiene poder, a quien domina; entra para ser azotado, insultado y ultrajado,
como anuncia Isaías en la Primera Lectura (cf. Is 50,6); entra para recibir una
corona de espinas, una caña, un manto de púrpura: su realeza será objeto de
burla; entra para subir al Calvario cargando un madero. Y, entonces, he aquí la
segunda palabra: cruz. Jesús entra
en Jerusalén para morir en la cruz.
Y es precisamente aquí donde resplandece su ser rey según
Dios: su trono regio es el madero de la cruz. Pienso en lo que Benedicto XVI
decía los cardenales: "Sois príncipes, pero de un rey crucificado. Ése es
el trono de Jesús. Jesús toma sobre sí...¿por qué la Cruz? Porque Jesús toma
sobre sí el mal, la suciedad, el pecado del mundo, también el nuestro, el de
todos nosotros, y lo lava, lo lava con su sangre, con la misericordia, con el
amor de Dios. Miremos a nuestro alrededor: ¡cuántas heridas inflige el mal a la
humanidad! Guerras, violencias, conflictos económicos que se abaten sobre los
más débiles, la sed de dinero, que luego nadie puede llevarse consigo, debe
dejarlo. Mi abuela nos decía cuando éramos niños: el sudario no tiene
bolsillos. Amor al dinero, poder, la corrupción, las divisiones, los crímenes
contra la vida humana y contra la creación.
Y también -cada uno de nosotros lo sabe y lo conoce-
nuestros pecados personales: las faltas de amor y de respeto a Dios, al prójimo
y a toda la creación. Y Jesús en la cruz siente todo el peso del mal, y con la
fuerza del amor de Dios lo vence, lo derrota en su resurrección. Este es el
bien que Jesús nos hace a todos sobre el trono de la Cruz. La cruz de Cristo,
abrazada con amor, nunca conduce a la tristeza, sino a la alegría, a la alegría
de ser salvados y de hace un poquito lo que Él hizo el día de su muerte.
Hoy están en esta plaza tantos jóvenes: desde hace 28
años, el Domingo de Ramos es la Jornada de la Juventud. Y esta es la tercera
palabra: jóvenes. Queridos jóvenes,
os he visto en la procesión, cuando entrabais; os imagino haciendo fiesta en
torno a Jesús, agitando ramos de olivo; os imagino mientras aclamáis su nombre
y expresáis la alegría de estar con él. Vosotros tenéis una parte importante en
la celebración de la fe. Nos traéis la alegría de la fe y nos decís que tenemos
que vivir la fe con un corazón joven, siempre, un corazón joven, incluso a los
setenta, ochenta años. ¡Corazón joven!
Con Cristo el corazón nunca envejece. Pero todos sabemos,
y vosotros lo sabéis bien, que el Rey a quien seguimos y nos acompaña es un Rey
muy especial: es un Rey que ama hasta la cruz y que nos enseña a servir, a
amar. Y vosotros no os avergonzáis de su cruz. Más aún, la abrazáis porque
habéis comprendido que la verdadera alegría está en el don de sí mismo, en el
don de sí, en salir de sí mismos y que con el amor de Dios Él ha triunfado
sobre el mal precisamente con el amor.
Lleváis la cruz peregrina a través de todos los
continentes, por las vías del mundo. La lleváis respondiendo a la invitación de
Jesús: «Id y haced discípulos de todos los pueblos» (Mt 28,19), que es el tema
de la Jornada Mundial de la Juventud de este año. La lleváis para decir a todos
que, en la cruz, Jesús ha derribado el muro de la enemistad, que separa a los
hombres y a los pueblos, y ha traído la reconciliación y la paz.
Queridos amigos, también yo me pongo en camino con
vosotros, desde hoy, sobre las huellas del beato Juan Pablo II y Benedicto XVI.
Ahora estamos ya cerca de la próxima etapa de esta gran peregrinación de la
cruz. Miro con alegría al próximo mes de julio, en Río de Janeiro. Os doy cita
en aquella gran ciudad de Brasil. Preparaos bien, sobre todo espiritualmente en
vuestras comunidades, para que este encuentro sea un signo de fe para el mundo
entero ¡Los jóvenes deben decir al mundo: es bueno ir con Jesús! ¡es bueno andar
con Jesús! ¡es bueno el mensaje de Jesús!...¡es bueno salir de sí mismos, ir a
la periferia del mundo y de la existencia para llevar a Jesús! Tres palabras: alegría, cruz, jóvenes.
Pidamos la intercesión de la Virgen María. Ella nos enseña
el gozo del encuentro con Cristo, el amor con el que debemos mirarlo al pie de
la cruz, el entusiasmo del corazón joven con el que hemos de seguirlo en esta
Semana Santa y durante toda nuestra vida. Así sea."
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