Mons. Reinaldo Nann

sábado, 2 de febrero de 2013

Los Obispos del Perú exhortan a los fieles a redescubrir el don precioso de la Fe



Presentamos el Mensaje de los Obispos del Perú dirigido a todo el Pueblo de Dios, con motivo del “Año de la Fe”:

PERÚ: VIVE TU FE

Los Obispos del Perú, reunidos en Asamblea a todos nuestros hermanos en la fe les deseamos salud y paz en Jesucristo

1. Estamos en el Año de la Fe, convocado por el Papa Benedicto XVI e iniciado ya en cada una de nuestras diócesis, prelaturas y vicariatos. Como continuadores del grupo de los apóstoles de Jesucristo, puestos por Él para hacerse presente al mundo y para reunir y guiar a su Iglesia, queremos expresarles, junto con el gozo compartido de ser sus discípulos, algunas reflexiones que puedan ayudarnos a “redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe” (Porta fidei 7).


2. Nos llena de júbilo compartir con ustedes la misma fe en Jesús de Nazaret, Hijo de Dios y de María, pues en Él encontramos lo que, como personas humanas, todos buscamos: la verdad, el amor, la felicidad de una vida completa y sin fin. Lo diremos con palabras de la asamblea episcopal de 2007 en Aparecida: “Ante los desafíos que nos plantea esta nueva época en la que estamos inmersos, renovamos nuestra fe, proclamando con alegría a todos los hombres y mujeres de nuestro continente: Somos amados y redimidos en Jesús, Hijo de Dios, el Resucitado vivo en medio de nosotros; por Él podemos ser libres del pecado, de toda esclavitud y vivir en justicia y fraternidad. ¡Jesús es el camino que nos permite descubrir la verdad y lograr la plena realización de nuestra vida!” (Mensaje final, 1).

3. Efectivamente, proclamar nuestra fe en Jesucristo hoy es algo tan urgente como necesario, a la vista de los grandes desafíos que afrontamos en esta época, y porque estamos inmersos en una crisis de fe que no sólo dificulta la solución de los problemas humanos sino que los agrava. Esto es así porque, como bien sabemos los cristianos y nos lo confirma el Concilio Vaticano II, “el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre el misterio de su vocación” (Gaudium et Spes 22).

4. Pero esto no resulta tan claro para muchos de nuestros contemporáneos. Hay quienes no sólo lo desconocen o lo ponen en duda sino que lo rechazan. Con la creciente globalización de toda suerte de ideas, experiencias y comportamientos, también va haciéndose lamentablemente común y “normal” el prescindir de Dios y de su manifestación en Jesucristo para definir la vida personal y la organización de la sociedad. Nosotros mismos, discípulos del Señor, aunque –como Él nos dice– no seamos del mundo, por el hecho de estar en el mundo también podemos quedar afectados por el ambiente de increencia que nos envuelve. En consecuencia, recibamos la propuesta de este Año de la fe como “una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo; un tiempo de gracia espiritual que el Señor nos ofrece para rememorar el don precioso de la fe, que es decidirse a estar con el Señor para vivir con Él” (Porta fidei 6,8.10), puesto que Él y sólo Él es “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6).

5. Esforcémonos, pues, durante este año, en redescubrir el don precioso de la fe, regalo que Dios nos da porque nos ama y quiere hacernos partícipes de su misma vida, pues nos ha creado a imagen y semejanza de su Hijo, Jesucristo, el cual, tomando nuestra maltrecha condición de pecadores, se ha entregado a nosotros, convirtiéndose así, para quien lo acepta, en su Redentor, en Recreador de su autenticidad humana. Sin este don, el hombre es como un ciego que no puede ver, como un hambriento que se debilita, como un paralítico que no se puede mover.

6. Sin la fe se está solo, sin Dios. Y sin Dios, el hombre pierde la verdad sobre sí mismo, sobre su real dignidad, vocación y misión. En consecuencia, el mundo no será la casa de la familia, sino una materia que usar sin sentido y sin control. Los otros ya no serán vistos como hermanos con quienes compartir vida y bienes; de modo que, en el mejor de los casos, podemos encontrarnos con actitudes de indiferencia –“¡es su problema!”–, y en los peores, con tantos otros males como, de hecho, nos afligen: celos, envidias, competencia desleal, calumnias, corrupción, injusticias, abuso de poder, violencia contra pobres e ignorantes, robos, secuestros, abortos provocados, homicidios y un largo etcétera de calamidades familiares y ciudadanas, nacionales e internacionales. Para colmo, hay quienes, sin conocerse ni valorarse a sí mismos, se desesperan hasta llegar al suicidio. ¡Pobre del individuo y de la sociedad que prescinden de Dios, pues están demoliendo sus cimientos y, sin cimientos, una casa se hunde!

7. En cambio, la presencia y la acción de Jesucristo, Dios-con-nosotros, que vive resucitado, animando, como cabeza, el cuerpo de su Iglesia que formamos sus discípulos, siempre hace posible, hoy igual que ayer, lo que parece imposible: ciegos que ven, sordos que oyen, muertos que resucitan y personas que dan a los demás, incluso a los enemigos, cuanto tienen: conocimientos, bienes materiales, cuidados sanitarios, amistad desinteresada y, llegado el caso, la propia vida para salvar la de otro. Una sociedad que legisle, gobierne, juzgue, eduque y actúe de acuerdo a la voluntad del Creador sobre la creatura –el mundo y la humanidad– a la que Él da vida, es una sociedad con cimientos indestructibles: progresarán en ella todos sus miembros, y multiplicarán sus posibilidades por la fuerza de la solidaridad en la que se reconocen y con la que interactúan, fruto y reflejo del Creador y Dador de la vida, que es comunidad de Tres en la unidad de su recíproco amor.

8. Con personas así, el mundo tiene futuro. Un futuro que no es capaz de impedir ni siquiera la muerte. El temor a perder lo que se tenga a la mano más acá de la muerte, como si todo fuera eso y no existiera nada más, es lo que ocasiona tanta violencia y sufrimiento. Quien sabe que Jesucristo ha resucitado sólo teme perderle, seguro de que, teniéndole a Él, nada le faltará, porque todo ha sido creado por Él y para Él; y Él se lo entrega a quien, aceptándole, ya en adelante vive pensando como Él, sintiendo como Él, hablando y actuando como Él. Ésta es la vida que brota de la fe: una vida cristiana, una vida unida a la de Cristo, como la suya: vida auténticamente humana, divina.

9. ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si, al fin, se pierde a sí mismo? Este aviso de Jesús ha de animarnos a mantener nuestra fe en Él y a crecer como discípulos y misioneros suyos, pues la Buena Noticia de la Vida que recibimos de Dios Él la quiere para todos, y cuenta con nuestra colaboración para difundirla. La fe se agranda cuando se comparte. A todos –laicos, religiosos y ministros ordenados–nos llama el Señor a trabajar en su viña para que nadie pase hambre ni sed, para que nadie se pierda lejos de su Casa, sin Él. Por lo mismo, junto con el Papa,“deseamos que este Año suscite en todo creyente la aspiración a confesar la fe con plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza. Será también una ocasión propicia para intensificar la celebración de la fe en la liturgia, y de modo particular en la Eucaristía, que es la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y también la fuente de donde mana toda su fuerza. Al mismo tiempo, esperamos que el testimonio de vida de los creyentes sea cada vez más creíble. Redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada, y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree, es un compromiso que todo creyente debe hacer propio, sobre todo en este Año” (Porta fidei 9).

10. “El Año de la fe será también una buena oportunidad para intensificar el testimonio de la caridad. Es la fe la que nos permite reconocer a Cristo, y es su mismo amor el que impulsa a socorrerlo cada vez que se hace nuestro prójimo en el camino de la vida” (Porta fidei 14). Es Él quien nos lo dice: “Lo que hicieron con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicieron” (Mt 25,40).

11. Dios se ha dado a conocer en su Hijo hecho hombre, Jesucristo; y hoy se hace presente al mundo en la humanidad visible de la Iglesia que formamos nosotros, sus discípulos. Para que así sea, para que no seamos estorbo que impida encontrarle a quienes le andan buscando, oremos unos por otros y vivamos como Iglesia profundizando en el conocimiento de nuestra fe, bebiendo en la fuente de los sacramentos, ayudándonos a permanecer unidos en Jesucristo. De tal forma que sea Él a quien encuentren en nosotros cuantos se nos acerquen, así como muchos lo encontraron en nuestros queridos santos peruanos, para gloria de Dios y alegría de la humanidad.

12. Nos despedimos recordando una de sus preciosas palabras, válidas y eficaces permanentemente: “Yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo. Les he dicho esto para que gracias a mí tengan paz. En el mundo tendrán que sufrir; pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo. Volveré a verles y se alegrará su corazón, y su alegría nadie se la podrá quitar” (Jn 16, 32-33; 16,22).

Fraternalmente, en Jesucristo y María, la bienaventurada por haber creído, y, por ello, madre suya y nuestra, a quien pedimos interceda por nosotros para que creyendo, amemos, y, amando, gocemos de la vida y la felicidad que nunca se acaban.

Los Obispos del Perú

Lima, enero de 2013

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