Mons. Reinaldo Nann

domingo, 28 de octubre de 2012

Ejemplo de buen Pastor [Nueva Evangelización]



Fuente: ¿Quién es el rico que se salva? (42) San Clemente de Alejandría

Oigamos una historia que no es una fábula, sino un testimonio real acerca de San Juan, transmitido de generación en generación. Después de la muerte del tirano Domiciano, Juan regresó a Éfeso desde la isla de Patmos. Siempre que solicitaban su presencia, acudía a las ciudades vecinas de los gentiles para nombrar obispos, organizar la Iglesia, o elegir como clérigo a uno de los designados por el Espíritu Santo.

En cierta ocasión, se trasladó a una de aquellas ciudades próximas —algunos incluso mencionan el nombre de Esmirna— donde, después de haber confortado a los hermanos, mientras observaba a quien había nombrado obispo, distinguió a un joven que destacaba por su buen aspecto y fuerte temperamento. Señalándole, dijo al obispo: Te lo confío con especial solicitud ante la Iglesia y Cristo, como testigos. El obispo lo acogió e hizo la promesa, con las mismas palabras y los mismos testigos.

Juan partió hacia Éfeso y el obispo acogió en su casa al joven que le había sido confiado; lo alimentó, lo educó y tuvo cuidado de él hasta que, por fin, fue bautizado. Sin embargo, después del Bautismo, el obispo disminuyó su celo y vigilancia con el joven, porque ya estaba marcado por el sello del Señor y para él aquello representaba una sólida garantía.


Dejado precipitadamente a merced de su libertad, el joven fue corrompido por algunos muchachos ociosos y de vida disoluta, habituados al mal. Primeramente lo condujeron a banquetes suntuosos y, después, mientras salían de noche a robar, consideraron que sería capaz de llevar a cabo con ellos empresas mayores. Se habituó a ese género de vida y, por la vehemencia de su carácter, abandonó el recto camino como un caballo que rompe el freno, adentrándose cada vez más en el abismo. Al fin, renunció a la salvación divina y no se preocupó más de las cosas pequeñas; al contrario, cometiendo un pecado muy grave, se vio perdido para siempre y siguió la misma suerte de todos sus compañeros. Los reunió y formó una banda de ladrones y asesinos. Él era su jefe: el más violento, el más peligroso, el más cruel.

Pasó el tiempo y un asunto exigió de nuevo la presencia de Juan en aquella ciudad. El Apóstol, después de haber puesto en orden aquello que motivó su venida, dijo al obispo: Restituye ahora el bien que Cristo y yo te habíamos confiado en depósito ante la Iglesia, que tú presides y que es testigo. El obispo, en un primer momento, quedó confuso: pensaba que se le acusaba injustamente de la sustracción de un dinero que jamás había recibido, y del que no podría dar fe a Juan porque no lo tenía, ni tampoco poner en duda su palabra. Sin embargo, en cuanto el Apóstol añadió: Te pido que me devuelvas aquel joven, el alma de aquel hermano; el anciano, con una gran exclamación, respondió entre lágrimas: ¡Ha muerto! ¿Cómo?, preguntó Juan; ¿y de qué muerte? ¡Ha muerto a Dios!, contestó el obispo, pues se ha convertido en un hombre malvado y corrupto: un ladrón, por decirlo brevemente. Y ahora, en vez de acudir a la iglesia, vive en las montañas con una banda de hombres semejantes a él.

El Apóstol se rasgó entonces las vestiduras y, golpeándose la cabeza, dijo entre sollozos: ¡Buen custodio del alma de su hermano, he dejado! ¡Enviadme enseguida un caballo y que alguien haga de guía!

Y al instante partió de la Iglesia rápidamente al galope. Nada más llegar, fue capturado por la guardia de los bandidos, pero no intentó huir, ni suplicar, tan sólo les gritó: ¡He venido para esto; llevadme a vuestro jefe! El, mientras tanto, le esperaba armado, pero al reconocerle, quedó avergonzado y huyó. El Apóstol siguió tras de él con todas sus fuerzas sin tener en cuenta su edad, y le gritó: ¿Por qué huyes, hijo? ¿Por qué escapas a tu padre, viejo y desarmado? Ten piedad de mí, hijito, no tengas miedo. Tienes todavía una esperanza de vida. Yo daré cuentas al Señor por ti. Si es necesario, aceptaré la muerte, como el Señor lo hizo por nosotros; daré mi vida por la tuya. ¡Deténte; ten confianza: Cristo me ha enviado!

Al escuchar estas palabras, se detuvo. Bajó los ojos, tiró las armas y comenzó a llorar amargamente, temblando. Después, abrazó al anciano que estaba a su lado, mientras, entre sollozos, le pedía perdón: así, fue bautizado por segunda vez con lágrimas. Sin embargo, ocultaba su mano derecha. San Juan se constituyó en garante, confirmando con juramento que había obtenido el perdón por parte del Salvador y, rezando, se arrodilló y le besó la mano derecha, ya purificada por el arrepentimiento.

A continuación, le condujo de nuevo a la Iglesia, e intercediendo con abundantes oraciones y luchando juntos con ayunos continuos, cautivó la mente del joven con los innumerables encantos de sus palabras. Según los testimonios, no se retiró hasta haberlo introducido de nuevo en el seno de la Iglesia, dando así un gran ejemplo de penitencia, una prueba enorme de cambio de vida, un trofeo de conversión manifiesta.

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