Presbítero.
Martirologio Romano: En Chieri, cerca de Torino, en
el Piamonte, san José Benito Cottolengo, presbítero, que, confiando solamente
en el auxilio de la Divina Providencia, abrió una casa para acoger a toda clase
de pobres, enfermos y abandonados (1842).
Etimológicamente: José = Aquel al que Dios ayuda,
es de origen hebreo.
Etimológicamente: Benito = Aquel a quien Dios
bendice, es de origen latino.
Pío IX la llamaba “la Casa del Milagro”.
El canónico Cottolengo, cuando las autoridades le ordenaron cerrar la primera
fase, ya repleta de enfermos, como medida de precaución al estallar la epidemia
de cólera en 1831, cargó sus pocas cosas en un burro, y en compañía de dos
Hermanas salió de la ciudad de Turín, hacia un lugar llamado Valdocco. En la
puerta de una vieja casona leyó: “Taberna del Brentatore”. La volteó y
escribió: “Pequeña Casa de la Divina Providencia”. Pocos días antes le había
dicho al canónigo Valletti con sencillez campesina: “Señor Rector, siempre he
oído decir que para que los repollos produzcan más y mejor tienen que ser
transplantados.
La “Divine Providencia” será, pues, transplantada y se
convertirá en un gran repollo...”.
José Cottolengo nació en Bra, un pueblo al norte de
Italia. Fue el mayor de doce hermanos, y estudió con mucho provecho hasta
conseguir el diploma de teología en Turín.
Después fue coadjutor en Corneliano de Alba, en donde
celebraba la Misa de las tres de la mañana para que los campesinos pudieran
asistir antes de ir a trabajar. Les decia: “La cosecha será mejor con la
bendición de Dios”. Luego fue nombrado canónigo en Turín. Aquí tuvo que
asistir, impotente, a la muerte de una mujer, rodeada de sus hijos que
lloraban, y a la que se le habían negado los auxilios más urgentes, porque era
sumamente pobre. Entonces José Cottolengo vendió todo lo que tenía, hasta su
manto, alquiló un por de piezas y comenzó así su obra bienhechora, ofreciendo
albergue gratuito a una anciana paralítica.
A la mujer que le confesaba que no tenía ni un centavo
para pagar el mercado, le dijo: “No importa, todo lo pagará la Divina
Providencia”. Después del traslado a Valdoceo, la Pequeña Casa se amplió
enormemente y tomó forma ese prodigio diario de la ciudad del amor y de la
caridad que hoy el mundo conoce y admire con el nombre de “Cottolengo”. Dentro
de esos muros, construidos por la fe, está la serene laboriosidad de una
república modelo, que le habría gustado al mismo Platón.
La palabra “minusválido” aquí no tiene sentido. Todos son
“buenos hijos” y para todos hay un trabajo adecuado que ocupa la jornada y hace
más sabroso el pan cotidiano.
Les decía a las Hermanas: “Su caridad debe expresarse con
tanta gracia que conquiste los corazones. Sean como un buen plato que se sirve
a la mesa, ante el cual uno se alegra”. Pero su buena salud no resistió por
mucho tiempo al duro trabajo. “El asno no quiere caminar” comentaba
bonachonamente. En el lecho de muerte invitó por última vez a sus hijos a dar
gracias con él a la Providencia. Sus últimas palabras fueron: “In domum Domini
íbimus” (Vamos a la casa del Señor). Era el 30 de abril de 1842.
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