Mons. Reinaldo Nann

lunes, 19 de diciembre de 2011

El Papa visita la cárcel (II parte)


Que el Nińo de Belén nos libere de la cárcel interior del pecado, de la soberbia y del orgullo.

Domingo, 18 dic (RV). Benedicto XVI visitó esta mañana (Ayer) a los detenidos en la cárcel romana de Rebibbia, a quienes les dijo textualmente:

Queridos hermanos y hermanas:

Con gran alegría y conmoción estoy esta mañana entre vosotros, para una visita que bien se coloca a pocos días de la celebración de la Navidad del Señor. Dirijo un caluroso saludo a todos, en particular al Ministro de la Justicia, Honorable Paola Severino, y a los Capellanes, a quienes agradezco las palabras de bienvenida, que me han dirigido también en vuestro nombre. Saludo al Dr. Carmelo Cantone, Director de la Cárcel, y a los colaboradores, a la policía penitenciaria y a los voluntarios que se prodigan a favor de las actividades de este Instituto. Y de modo especial, os saludo a todos vosotros, detenidos, manifestándoos mi cercanía.

“Estaba en la cárcel, y vinisteis a verme” (Mt 25, 36). Estas son las palabras del juicio final, relatado por el evangelista Mateo, y estas palabras del Señor en las cuales se identifica con los detenidos expresan en plenitud el sentido de mi visita de hoy entre vosotros. Dondequiera que haya un hambriento, un extranjero, un enfermo, un encarcelado, allí está Cristo mismo, que espera nuestra visita y nuestra ayuda. Es ésta la razón principal que me causa felicidad por estar aquí, para rezar, dialogar y escuchar. La Iglesia siempre ha contado, entre las obras de misericordia corporal, la visita a los encarcelados (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2447). Y ésta, para ser completa, requiere una plena capacidad de acogida del detenido, “haciéndole espacio en el propio tiempo, en la propia casa, en las propias amistades, en las propias leyes, en las propias ciudades” (Cf. CEI, Evangelización y testimonio de la caridad, 39). En efecto, quisiera ponerme en escucha de las vicisitudes personales de cada uno, pero lamentablemente no es posible; he venido para deciros sencillamente que Dios os ama con un amor infinito y que sois siempre hijos de Dios. Y el mismo unigénito Hijo de Dios, el Señor Jesús, experimentó la cárcel, fue sometido a un juicio ante un tribunal y sufrió la más feroz condena de la pena capital.


Con ocasión de mi reciente viaje apostólico a Benín, en noviembre pasado, he firmado una Exhortación apostólica postsinodal en la que he reafirmado la atención de la Iglesia por la justicia en los Estados. He escrito: “Por tanto, hay una necesidad urgente de establecer sistemas independientes judiciales y penitenciarios, con el fin de restaurar la justicia y rehabilitar a los culpables. Se han de desterrar también los casos de errores judiciales y los malos tratos a los reclusos, así como las numerosas ocasiones en que no se aplica la ley, lo que comporta una violación de los derechos humanos, y también los encarcelamientos que sólo muy tarde, o nunca, terminan en un proceso. ‘La Iglesia en África (...) reconoce su misión profética respecto a todos los afectados por la delincuencia, así como la necesidad que tienen de reconciliación, justicia y paz’. Los reclusos son seres humanos que merecen, no obstante su crimen, ser tratados con respeto y dignidad. Necesitan nuestra atención” (n. 83). Así dice este documento.

Queridos hermanos y hermanas, la justicia humana y la divina son muy diversas. Ciertamente, los hombres no son capaces de aplicar la justicia divina, pero al menos deben verla, tratar de captar el espíritu profundo que la anima, para que también ilumine la justicia humana, para evitar –como lamentablemente sucede frecuentemente– que el detenido se convierta en un excluido. En efecto, Dios es Aquel que proclama la justicia con fuerza, pero al mismo tiempo, cura las heridas con el bálsamo de la misericordia.

La palabra del evangelio de Mateo (20, 1-16) sobre los jornaleros llamados a trabajar en la viña nos hace comprender en qué consiste esta diferencia entre la justicia humana y la divina, porque hace explícita la delicada relación entre justicia y misericordia. La parábola describe a un agricultor que asume algunos obreros en su viña. Pero lo hace en diversas horas del día, de modo que alguno trabaja todo el día o algún otro sólo una hora. En el momento de la entrega de la paga, el patrón suscita estupor y enciende un debate entre los obreros. La cuestión se refiere a la generosidad –considerada por los presentes injusticia- del dueño de la viña, quien decide dar la misma paga tanto a los trabajadores de la mañana como a los últimos de la tarde. Desde el punto de vista humano, esta decisión es una auténtica injusticia, pero desde el punto de vista de Dios es un acto de bondad, porque la justicia divina da a cada uno lo suyo y, además, comprende la misericordia y el perdón.

Justicia y misericordia, justicia y caridad, puntos cardinales de la doctrina social de la Iglesia, son dos realidades diferentes sólo para nosotros, los hombre, que distinguimos atentamente un acto justo de un acto de amor. Justo para nosotros es “lo que al otro le es debido”, mientras misericordioso es lo que es donado por bondad. Y una cosa parece excluir a la otra. Pero para Dios no es así: en Él justicia y caridad coinciden; no hay una acción justa que no sea también acto de misericordia y de perdón y, al mismo tiempo, no hay ninguna acción misericordiosa que no sea perfectamente justa.

¡Qué lejana es la lógica de Dios de la nuestra! ¡Y qué diverso del nuestro es su modo de actuar! El Señor nos invita a comprender y observar el verdadero espíritu de la ley, para darle pleno cumplimiento en el amor hacia quien está necesitado. “La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud”, escribe san Pablo (Rm 13, 10): por tanto, nuestra justicia será tanto más perfecta cuanto más esté animada por el amor por Dios y por los hermanos.

Queridos amigos, el sistema de detención gira en torno a dos puntos firmes, ambos importantes: por un lado tutelar a la sociedad de eventuales amenazas y, por otro, reintegrar a quien se ha equivocado sin pisotear la dignidad y sin excluirlo de la vida social. Estos dos aspectos tienen su importancia y tienden a no crear ese “abismo” entre la realidad carcelaria real y la pensada por la ley, que prevé como elemento fundamental la función reeducadora de la pena y el respeto de los derechos y de la dignidad de las personas. ¡La vida humana pertenece sólo a Dios, que nos la ha dado, y no es abandonada a la merced de nadie, ni siquiera a nuestro libre albedrío! Nosotros estamos llamados a custodiar la perla preciosa de nuestra vida la de los demás.

Sé que la aglomeración y el deterioro de las cárceles pueden hacer aún más amarga la detención: he recibido varias cartas de detenidos que lo subrayan. Es importante que las instituciones promuevan un análisis atento de la situación carcelaria hoy, verifiquen las estructuras, los medios y el personal, de modo que los detenidos jamás descuenten una “doble pena”; y es importante promover uno desarrollo del sistema carcelario, que, si bien en el respeto de la justicia, sea cada vez más adecuado a las exigencias de la persona humana, con el recurso también a las penas de no detención o a modalidades diversas de detención.

Queridos amigos, hoy es el cuarto domingo del tiempo de Adviento. Que la Navidad del Señor, ya cercana, vuelva a encender con esperanza y amor vuestro corazón. El nacimiento del Señor Jesús, del que haremos memoria dentro de pocos días, nos recuerda su misión de llevar la salvación a todos los hombres, sin exclusión de nadie. Su salvación no se impone, pero nos llega a través de los actos de amor, de misericordia y de perdón que nosotros mismos sabemos realizar. El Niño de Belén será feliz cuando todos los hombres vuelan a Dios con corazón renovado. Pidámosle en el silencio y en la oración que seamos todos liberados de la prisión del pecado, de la soberbia y del orgullo: en efecto, cada uno tiene necesidad de de salir de esta cárcel interior para estar verdaderamente libre del mal, de las angustias y de la muerte. ¡Sólo ese Niño colocado en el pesebre es capaz de dar a todos esta plena liberación!

Quisiera terminar diciéndoos que la Iglesia sostiene y anima todo esfuerzo tendente a garantizar a todos una vida digna. Estad seguros de que yo estoy cerca de cada uno de vosotros, de vuestras familias, de vuestros niños, de vuestros jóvenes, de vuestros ancianos y os llevo a todos en mi corazón ante Dios. ¡Que el Señor os bendiga a vosotros y vuestro futuro!

(Traducción de María Fernanda Bernasconi – RV).

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