Mons. Reinaldo Nann

sábado, 1 de enero de 2011

“Abrieron sus cofres”

Aproximarse a meditar en torno al misterio grande de la Encarnación de Dios no es una simple expresión devota. Tanto para los pastores de Belén de quienes nos cuenta Lucas, como para los reyes de oriente propios de la narración de Mateo, como para todos nosotros los creyentes, significa que estamos ante el más grande acontecimiento de toda la historia de la humanidad: “os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo Señor” (Lc. 2,11). Se trata, pues, del Mesías esperado, pero será “Señor”, título que el Antiguo Testamento reserva celosamente a Dios y sin embargo ya Isabel impulsada por el Espíritu Santo se lo había dicho sin temor alguno a María, refiriéndose al fruto bendito de su vientre (Cfr. Lc. 1,43). Va a comenzar una nueva era. Es la plenitud de los tiempos.

Ante este acontecimiento magno: la presencia personal y tangible de Dios, que Juan expone bellamente: “Y la Palabra de Dios se hizo carne y puso su morada entre nosotros” (Jn. 1,14a), se congregaron unos pocos a quienes se les ha manifestado de singular manera la gloria de Dios. La “carne” designa al hombre en su condición débil y mortal. En este sentido, la Palabra eterna de Dios se encarnó realmente, no a medias tintas, por ello bien sabemos que Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre.



Así pues, en estas pocas líneas acompañaremos la experiencia del encuentro de aquellos sabios de oriente, caminantes y buscadores del Rey del cielo quien se ha humillado hasta nosotros por el más puro e insondable amor.

Atentos a la señal ofrecida
Oriente era una región que gozaba de insigne prestigio debido a sus conocimientos matemáticos y astronómicos. Estos hombres de mentes y corazones inquietos afirman sin dudarlo: “vimos su estrella…” (Mt. 2,2). Muchas veces la sabiduría humana entorpece la comprensión de las manifestaciones de Dios. Este no es el caso. También Dios se sirve de nuestras especulaciones filosóficas o experimentaciones científicas para permitirnos percibir su resplandor. Nos corresponde dejarnos guiar, conducir hasta la presencia misma de Dios. Hay que emprender el camino sin acobardarse ni por la “distancia” que suponga ni por los cuantiosos y diversos obstáculos posibles.

Caminantes
“Ponerse en camino” es una expresión frecuente en la Sagrada Escritura, la cual sugiere varias connotaciones en un mismo sentido. Puede entenderse como seguimiento, discipulado. Elemental y necesariamente connota, además, lo opuesto a quietud. Tiene que ver con un proceso, es decir un ir “paso a paso”. Es sin duda un itinerario. No se trata de deambular, sino de emprender el peregrinar con rumbo fijo, atentos siempre a la señal ofrecida, sin lugar a distracciones ni a tentaciones de pereza o cobardía.

Buscadores
Inquietos, presurosos y anhelantes de hallarle; ellos preguntan “¿Dónde está el Rey que ha nacido?” (Mt. 2,2). Un buscador de la presencia de Dios no es pasivo, debe indagar por todos lo medios posibles, de seguro habrá quienes puedan ofrecer respuesta acertada. Hay que buscar a los hombres de Dios para que nos guíen por los caminos de Dios.
También Herodes le buscaba pero con sanguinarias intenciones. Los buscadores de Dios debemos examinar repetidas veces nuestras verdaderas motivaciones, qué es aquello que nos impulsa a caminar hasta su presencia. Si nuestra motivación es Dios mismo, vamos por el camino acertado.

Saben bien a qué van
Pero, ¿para qué tanto camino? ¿Para qué tanta búsqueda? Los magos de Oriente saben bien a qué van, ellos dicen con absoluta claridad: “(…) hemos venido a adorarle” (Mt. 2,2b).





Abrieron sus cofres
Tenían valiosos presentes porque se prepararon para este encuentro. Sin embargo, nosotros podemos preguntarnos ¿qué es lo que puede agradarle al Emmanuel y a la vez esté a nuestro alcance? ¿Qué puedo ofrecerle desde mi pobreza si es él Dueño de todo? Y el salmista ya lo sabe; ofrece una respuesta, le dice a Dios: “Te gusta un corazón sincero” (Sal.50,8). Más aún: “(…) un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias” (Sal 50,19b).

Un corazón sincero, sin falsedades, con todo lo que contenga, desgarrado y sufriente porque quizá está lleno de rencor, de egoísmo, de mezquindad, de lujuria, hipocresía, de envidia, de iniquidad… Pero al mismo tiempo arrepentido, deseoso de ser sanado, sediento de la misericordia de Dios a quien clamamos con el mismo salmista: “(…) lávame, quedaré más blanco que la nieve” (Sal. 50,9b), con la certeza esperanzadora de que “Él modeló cada corazón y comprende todas sus acciones”. Él nos restaura, nos renueva, puede sacar hasta de las piedras hijos de Abraham.

Uno de mis más entrañables maestros de nuestro seminario, de feliz memoria, nos decía que “el corazón al igual que la mente, sólo puede abrirse desde dentro”. Es, pues, un asunto de vida interior y, en efecto, no es fácil para todos, requiere una llave que tiene por nombre “humildad”. Es preciso pedirle con esperanza firme y hasta con insistencia importuna: “Crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme, no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu Santo Espíritu” (Sal. 50,12-13).

Regresaron por otro camino
El camino de retorno para los adoradores no puede ser el mismo en el que ya dejaron sus huellas. Sus vidas son nuevas y por tanto sus pasos también tienen que serlo. Se han encontrado con Dios y eso da a la existencia una nueva dirección. Hablamos de una experiencia que invade el corazón de gozo y orienta un nuevo rumbo. Un encuentro con el Rey del universo no puede dejarnos iguales. Cuando el creyente adora a Dios no puede no pasar(le) nada, algo necesariamente acontece en su ser.

Emprendamos, pues, nuestra marcha cada día, porque Él nos ha llamado. Vayamos atentos a la señal ofrecida, empuñemos con firmeza la “llave” que nos permitirá postrarnos delante del Señor… y abrir nuestros cofres.

(Por: Gonzalo Tuesta, seminarista y estudiante
de Teología de la Prelatura de Caravelí.
Artículo publicado en Revista EMAÚS,
de la Arquidiócesis de Trujillo, edición diciembre 2010)

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